Manual de poeta #9
Cuántas veces hemos oído (incluso desde nuestra propia voz): “yo no leo poesía, porque no la entiendo”. Lo cierto es que la frase misma está construida sobre una premisa falsa: la poesía no es escrita para ser entendida. Lo que los autores de la tan citada frase debemos apreciar, es que la poesía no apunta a la cabeza sino al corazón (en el sentido visceral de la palabra). La poesía es esencialmente emoción; es una comunicación desde el adentro de un poeta, hasta el adentro de un lector.
Imagino cuán aburrido puede llegar a ser “entender” la disposición de las notas en un pentagrama. Y sin embargo, hay una lógica (incluso una aritmética) en la relación armónica de las notas. Pero la música no es eso. La belleza de una melodía no está en el dibujo de sus notas (que, por otra parte, no es más que una convención occidental y casi contemporánea). La belleza del poema tampoco. O también, porque el dibujo de las letras, es decir: el lugar de la hoja en donde el poeta decide (o supone que debe) ubicar las palabras, le agrega sentido a la cosa. Sentido, en el sentido sensible de la palabra sentido, y también, en el sentido significativo de la palabra. Porque la poesía se siente y se “siente”, acá.
Pero el problema no incumbe a los poetas. Ni siquiera lo tienen los lectores. El problema es de los analistas crónicos: esos tipos tan feos (a quienes uno tanto se parece), que parados frente a una plancha, intentan descubrir porque se calienta el acero y la camisa queda arrugada y llegan tarde a todos lados. Esos señores sin gracia que tratan de explicar tanto la existencia de dios como del átomo o el amor. Y el problema del problema, es que estos tipos le ponen ruido a la cosa, y un poema que sólo quería reflejar la pasión incondicional de dos amantes o el canto de un bosque o las impresiones de lo urbano, se transforma en volúmenes tediosos de tratados sobre la poesía, discusiones disolubles en el aire, o artículos destinados al olvido, tan imposibles y contradictorios como éste.
Imagino cuán aburrido puede llegar a ser “entender” la disposición de las notas en un pentagrama. Y sin embargo, hay una lógica (incluso una aritmética) en la relación armónica de las notas. Pero la música no es eso. La belleza de una melodía no está en el dibujo de sus notas (que, por otra parte, no es más que una convención occidental y casi contemporánea). La belleza del poema tampoco. O también, porque el dibujo de las letras, es decir: el lugar de la hoja en donde el poeta decide (o supone que debe) ubicar las palabras, le agrega sentido a la cosa. Sentido, en el sentido sensible de la palabra sentido, y también, en el sentido significativo de la palabra. Porque la poesía se siente y se “siente”, acá.
Pero el problema no incumbe a los poetas. Ni siquiera lo tienen los lectores. El problema es de los analistas crónicos: esos tipos tan feos (a quienes uno tanto se parece), que parados frente a una plancha, intentan descubrir porque se calienta el acero y la camisa queda arrugada y llegan tarde a todos lados. Esos señores sin gracia que tratan de explicar tanto la existencia de dios como del átomo o el amor. Y el problema del problema, es que estos tipos le ponen ruido a la cosa, y un poema que sólo quería reflejar la pasión incondicional de dos amantes o el canto de un bosque o las impresiones de lo urbano, se transforma en volúmenes tediosos de tratados sobre la poesía, discusiones disolubles en el aire, o artículos destinados al olvido, tan imposibles y contradictorios como éste.
Manual de poeta #9,
Sebastián Zaiper Barrasa
Sebastián Zaiper Barrasa
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