El cielo no estaba más claro ni más oscuro que otros días; ninguna luz lo iluminaba, como un designio sobrenatural. Como en tantas otras ocasiones el sol se había ocultado tras una espesa neblina, y sus rayos lograban atravesar ese techo opaco. Había posibilidades de lluvia y granizo, pero nada llegó a mitigar el paisaje. Las tinieblas no eran profundas en la zona, y el cielo, todavía, mostraba una débil claridad. En suma un día como tantos otros, ni triste ni alegre, ni claro ni oscuro, ni sorprendente, ni ordinario por completo. Pero tanta ausencia de presagio, fuera acaso, el mismísimo presagio. No lo sabremos. Sin embargo, ése día su humanidad se dividió. Los relojes, los escribas, las clepsidras, las sombras, las lluvias, los ritmos dieron un giro y decidieron un nuevo tiempo. Su mirada se vació de la llama que encendía cuando daba su prédica, sus buenas palabras y sus profecías. Su voz se ahogó y dejó de anunciar el advenimiento del nuevo mundo. Su partida fue lenta, desespe